Siempre me ha gustado la lluvia. Sé que es incómoda y en ocasiones tan peligrosa como necesaria. Pero me gusta. Me gustan las nubes negras que presagian la tormenta. El sonido de los truenos, la fantasmagórica iluminación de los rayos y la sensación de frescor que produce el agua al recorrer el cuerpo.
Pero un día, a orillas del Río Mekong, en medio de la jungla, la naturaleza nos regaló la madre de las tormentas. Era tan oscura y siniestra que daba miedo sólo mirarla. Y una vez dentro de ella, cuando sobre nosotros descargó toda su furia, parecía que el Apocalipsis había llegado.
Era un día soleado. La temperatura era agradable aunque la humedad producida por la inmensa cantidad de agua que desciende por el río Mekong lo convertía en otro de esos días pegajosos tan habituales del sureste asiático.
La brisa era suave y refrescante y en su ir y venir formaba pequeñas nubes que de la misma forma que aparecían desaparecían. Hasta que entrada la tarde, cuando el sol dejó de calentar con su fuerza habitual, el horizonte se empezó a oscurecer de manera dramática.
La tormenta se había formado y se acercaba. Pero no era una tormenta cualquiera. Es uno de esos diluvios universales producidos por “El Monzón”.
El Monzón es un fenómeno climatológico que se da en diferentes regiones del globo pero que es especialmente virulento en esta parte del planeta. Se produce por las diferencias de temperatura entre la tierra y el mar y los vientos que esto provoca.
Durante el verano, los potentes rayos del sol calientan la tierra haciendo ascender el aire de ésta provocando una zona de bajas presiones, lo que se conoce como borrasca.
Pero aquella mancha oscura que ocupaba nuestro horizonte avanzaba hacia nosotros a una gran velocidad. No había posibilidad de escapar en ninguna dirección, sólo era cuestión de sentarse y esperar su azote.
Las nubes negras rotaban sobre sí mismas adquiriendo amenazantes formas al tiempo que eclipsaban la luz del sol. Cuando nos quisimos dar cuenta estábamos casi a oscuras, entre tinieblas, absorbidos por una gigantesca mancha en el cielo que volaba bajo y permitía ver los rayos saltando de unas partes de la nube a otra. Y cuando estuvo sobre nuestras cabezas descargó toda su ira.
No debería llamarse lluvia a eso. Era más bien una cortina de agua continua que lo empapa todo. El suelo de tierra pronto se convirtió en barro, la gran variedad de animales que pueblan la zona habían corrido a guarecerse y sólo se escuchaba el sonido del agua impactando contra el suelo y la vegetación y el estrepitoso estruendo de la tormenta.
Es la naturaleza en su máximo esplendor. Da igual si eres amante o detractor de la lluvia, es la belleza de la naturaleza elevada a su grado máximo.
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